EL TRIUNFO DE LA
DECENCIA
Habían pasado
muchísimos años (porque las distancias y los tiempos se hacen mayores, y más
aún cuando te das cuenta que esperas) y entonces la divisé viniendo calmada por
la vereda de enfrente.
Yo estaba sentado
del otro lado de la pista frente al restaurante chino donde nos citamos, debido
a que habíamos pactado un horario tempranero para el local y aún no atendían.
Mientras yo
cruzaba la pista a su encuentro para el saludo formal, mi mente jugaba y
pensaba en como la debía abrazar sin ser atrevido, pero haciéndole notar cuanto
la extrañé.
Con toda la
tecnología al servicio de las comunicaciones, y aun cuando habíamos conversado
mucho por la red, concluyo que el contacto directo siempre será superior. Muy
arriba. Lo virtual ya equivale a una suerte de paréntesis en el que te
comunicaste, pero no te miraste con la otra persona para darle la real
intención a tus palabras, y ese temor (al no contacto) hace que no escribas
algunas cosas.
Facto a lo
acordado, debido los horarios del establecimiento chino, decidimos (a su
sugerencia) dar un paseo por la zona.
La escuchaba con
atenta admiración, tan madura, opinando de esto y aquello, de los libros que
leyó. Yo trataba de disimular mi embobamiento ante su linda presencia y buen
saber.
En un parpadeo
había pasado una hora y resolvimos regresar al chifa.
Mientras
transcurría una conversación del todo amena y variada, el nudo que tenía en la
garganta golpeaba por salir. Tenía que decírselo. Era una deuda conmigo y tenía
la esperanza de que le importara. De hecho tenía la ilusión de que le importara
mucho.
Como en una
película, las imágenes de los recuerdos de hacía cerca de 4 años, cruzaban y se
editaban en mi mente. Sea para mi beneplácito o para mi resignación.
Y entonces, se lo
dije. Le dije todo lo que había significado en ese momento de mi vida. En
realidad se lo repetí, porque ya hace más de tres años, frente a frente, se lo
había dicho. Le dije todo.
Solo que en
aquella oportunidad había elegido el peor momento.
Hace más de tres
años, cuando la conocí y me empecé a sentir tan atraído por ella (musicalmente
hablando diría de manera “in crescendo”) durante la fiesta de nuestro colegio y
ya, seguramente, envalentonado por algunos tragos, le confesé que me sentía
especialmente atraído por ella.
Pero no me creyó.
Me dijo que era una ilusión. Y yo no insistí. Recalco que había elegido el peor
momento.
Nos volvimos a
ver una semana después de aquella fiesta (la fiesta de la confesión
unilateral). Sus amigas le habían preparado una despedida sorpresa y me
avisaron. Finalmente se iría a Italia.
Durante el lonche-despedida
sorpresa de amigos, era claro que nos buscábamos. Que veíamos la forma de
sentarnos juntos. Incluso recordé que quince días antes en la última reunión de
la comisión (de la que formábamos parte), en la oficina de uno de los
organizadores, me senté a su lado y le tomé la mano. Ella no se incomodaba con
eso. Pero mi actitud de pícaro atrevido no era otra cosa que una máscara. Una
máscara para ocultar mi cara embobada y cada vez más atrapada en esos bellos
ojos verdes.
Pero vamos… era
una despedida, y el viaje, como una suerte de hora final, estaba cada vez más
cerca.
Sin ninguna duda
reflexioné ¿cómo puedo competir contra algún italiano (o europeo en general),
bien hablado, culto y galante llevándola del brazo por La Cuna del
Renacimiento?
¡Imposible!
Pasear por las
laderas del río Arno, cruzar Ponte Veccio y Ponte Santa Trinita, ir a tomar un
café en Le Giubbe Rosse y visitar tantas plazas maravillosas llenas de estatuas
tan bellas.
¿Acaso puede
haber algo más perfecto para enamorar a alguien?
Lo afronté y la
bloqueé en mi mente. No tenía el menor chance.
Terminado el
lonche-despedida sorpresa, un amigo nos llevó en su auto por la ruta.
A mí me dejó
primero. Yo no me quería bajar. Como en una cursi-novela, quería que ese
momento se congele, o que algún tipo de magia surja y ella ya no deba partir.
Hasta pensé acompañarla a su casa. No bajarme y pedirle que me permita
acompañarla, pero rápidamente, en segundos recordé… ¡se va a Italia! Tú te
quedas en Lima. Lima la horrible.
Cuando el auto se
detuvo para que yo me bajara, me despedí de ella con un beso en la mejilla que
quise acercar a su boca. Pero no me atreví… además, y nuevamente, era el peor
momento.
Ella tomó mi
rostro con una mano, me miró y creo que me dijo “nunca cambies”. Me bajé del
auto y fui caminando hacia mi casa como si el tiempo no existiera. Como si
estuviera en un limbo.
Más de tres años
tuvieron que pasar para decirle, a manera de confesión, lo que había
significado su breve paso por mi vida.
Pero a veces la
vida es irónica. Casi perversa.
Me dijo que en
ese tiempo, ella también se sentía atraída por mí. Pero que hubiera requerido
más de mi parte. Demostrar más interés.
Era tan perfecta
para mí, que hace más de tres años la bloqueé de mente para no enamorarme más,
para no tener que extrañarla tanto.
¿Y cómo demostrar
más interés si estaba con un pie en el avión que la llevaría más allá del
espejo de agua y sal?
¿Cómo insistir,
si se iba sin fecha próxima de retorno, y si además yo sentía que me había
tratado como a un chicuelo ilusionado? No obstante su enorme amabilidad y apego
hacia mí, que me tenía confundido.
Por eso la
bloqueé de mi mente.
Terminada la
comida en el chifa, aún en la mesa y luego de la seguidilla de confesiones, las
miradas que cruzamos todavía transitan mi mente.
Una conclusión: Las
circunstancias (y el escaso tiempo hace casi 4 años) nos habían jugado la peor
broma posible. La que resulta cuando quieres mucho algo, pero de cierta manera
demuestras otra cosa. Inclusive lo contrario.
El tirano y
mezquino tiempo de ese día había transcurrido.
Ya en la puerta
del local nos abrazamos y mientras le daba el beso en la mejilla derecha, ella
tuvo la mejor idea del mundo: “a la italiana”. Tocó pues, beso en la otra
mejilla. Y un bellísimo segundo más, abrazados.
Nuevamente regresé
a mi casa envuelto en un limbo, como si el mundo se moviera en cámara lenta, y
lleno de nuevas y viejas preguntas:
¿Por qué no se
apagó la chispa que permaneció prendida como el piloto de una cocina a gas?
Una analogía: un
virus es un ente que puede permanecer inerte mientras no infecte un organismo
vivo.
Un virus es real.
Existe. Y una vez que ha invadido un organismo, se reproduce y crece.
Volvernos a ver,
activó el virus.
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