sábado, 23 de junio de 2018


EL TRIUNFO DE LA DECENCIA

Habían pasado muchísimos años (porque las distancias y los tiempos se hacen mayores, y más aún cuando te das cuenta que esperas) y entonces la divisé viniendo calmada por la vereda de enfrente.
Yo estaba sentado del otro lado de la pista frente al restaurante chino donde nos citamos, debido a que habíamos pactado un horario tempranero para el local y aún no atendían.
Mientras yo cruzaba la pista a su encuentro para el saludo formal, mi mente jugaba y pensaba en como la debía abrazar sin ser atrevido, pero haciéndole notar cuanto la extrañé.
Con toda la tecnología al servicio de las comunicaciones, y aun cuando habíamos conversado mucho por la red, concluyo que el contacto directo siempre será superior. Muy arriba. Lo virtual ya equivale a una suerte de paréntesis en el que te comunicaste, pero no te miraste con la otra persona para darle la real intención a tus palabras, y ese temor (al no contacto) hace que no escribas algunas cosas.
Facto a lo acordado, debido los horarios del establecimiento chino, decidimos (a su sugerencia) dar un paseo por la zona.
La escuchaba con atenta admiración, tan madura, opinando de esto y aquello, de los libros que leyó. Yo trataba de disimular mi embobamiento ante su linda presencia y buen saber.
En un parpadeo había pasado una hora y resolvimos regresar al chifa.
Mientras transcurría una conversación del todo amena y variada, el nudo que tenía en la garganta golpeaba por salir. Tenía que decírselo. Era una deuda conmigo y tenía la esperanza de que le importara. De hecho tenía la ilusión de que le importara mucho.
Como en una película, las imágenes de los recuerdos de hacía cerca de 4 años, cruzaban y se editaban en mi mente. Sea para mi beneplácito o para mi resignación.
Y entonces, se lo dije. Le dije todo lo que había significado en ese momento de mi vida. En realidad se lo repetí, porque ya hace más de tres años, frente a frente, se lo había dicho. Le dije todo.
Solo que en aquella oportunidad había elegido el peor momento.
Hace más de tres años, cuando la conocí y me empecé a sentir tan atraído por ella (musicalmente hablando diría de manera “in crescendo”) durante la fiesta de nuestro colegio y ya, seguramente, envalentonado por algunos tragos, le confesé que me sentía especialmente atraído por ella.
Pero no me creyó. Me dijo que era una ilusión. Y yo no insistí. Recalco que había elegido el peor momento.
Nos volvimos a ver una semana después de aquella fiesta (la fiesta de la confesión unilateral). Sus amigas le habían preparado una despedida sorpresa y me avisaron. Finalmente se iría a Italia.
Durante el lonche-despedida sorpresa de amigos, era claro que nos buscábamos. Que veíamos la forma de sentarnos juntos. Incluso recordé que quince días antes en la última reunión de la comisión (de la que formábamos parte), en la oficina de uno de los organizadores, me senté a su lado y le tomé la mano. Ella no se incomodaba con eso. Pero mi actitud de pícaro atrevido no era otra cosa que una máscara. Una máscara para ocultar mi cara embobada y cada vez más atrapada en esos bellos ojos verdes.
Pero vamos… era una despedida, y el viaje, como una suerte de hora final, estaba cada vez más cerca.
Sin ninguna duda reflexioné ¿cómo puedo competir contra algún italiano (o europeo en general), bien hablado, culto y galante llevándola del brazo por La Cuna del Renacimiento?
¡Imposible!
Pasear por las laderas del río Arno, cruzar Ponte Veccio y Ponte Santa Trinita, ir a tomar un café en Le Giubbe Rosse y visitar tantas plazas maravillosas llenas de estatuas tan bellas.
¿Acaso puede haber algo más perfecto para enamorar a alguien?
Lo afronté y la bloqueé en mi mente. No tenía el menor chance.
Terminado el lonche-despedida sorpresa, un amigo nos llevó en su auto por la ruta.
A mí me dejó primero. Yo no me quería bajar. Como en una cursi-novela, quería que ese momento se congele, o que algún tipo de magia surja y ella ya no deba partir. Hasta pensé acompañarla a su casa. No bajarme y pedirle que me permita acompañarla, pero rápidamente, en segundos recordé… ¡se va a Italia! Tú te quedas en Lima. Lima la horrible.
Cuando el auto se detuvo para que yo me bajara, me despedí de ella con un beso en la mejilla que quise acercar a su boca. Pero no me atreví… además, y nuevamente, era el peor momento.
Ella tomó mi rostro con una mano, me miró y creo que me dijo “nunca cambies”. Me bajé del auto y fui caminando hacia mi casa como si el tiempo no existiera. Como si estuviera en un limbo.
Más de tres años tuvieron que pasar para decirle, a manera de confesión, lo que había significado su breve paso por mi vida.
Pero a veces la vida es irónica. Casi perversa.
Me dijo que en ese tiempo, ella también se sentía atraída por mí. Pero que hubiera requerido más de mi parte. Demostrar más interés.
Era tan perfecta para mí, que hace más de tres años la bloqueé de mente para no enamorarme más, para no tener que extrañarla tanto.
¿Y cómo demostrar más interés si estaba con un pie en el avión que la llevaría más allá del espejo de agua y sal?
¿Cómo insistir, si se iba sin fecha próxima de retorno, y si además yo sentía que me había tratado como a un chicuelo ilusionado? No obstante su enorme amabilidad y apego hacia mí, que me tenía confundido.
Por eso la bloqueé de mi mente.
Terminada la comida en el chifa, aún en la mesa y luego de la seguidilla de confesiones, las miradas que cruzamos todavía transitan mi mente.
Una conclusión: Las circunstancias (y el escaso tiempo hace casi 4 años) nos habían jugado la peor broma posible. La que resulta cuando quieres mucho algo, pero de cierta manera demuestras otra cosa. Inclusive lo contrario.
El tirano y mezquino tiempo de ese día había transcurrido.
Ya en la puerta del local nos abrazamos y mientras le daba el beso en la mejilla derecha, ella tuvo la mejor idea del mundo: “a la italiana”. Tocó pues, beso en la otra mejilla. Y un bellísimo segundo más, abrazados.
Nuevamente regresé a mi casa envuelto en un limbo, como si el mundo se moviera en cámara lenta, y lleno de nuevas y viejas preguntas:
¿Por qué no se apagó la chispa que permaneció prendida como el piloto de una cocina a gas?
Una analogía: un virus es un ente que puede permanecer inerte mientras no infecte un organismo vivo.
Un virus es real. Existe. Y una vez que ha invadido un organismo, se reproduce y crece.
Volvernos a ver, activó el virus.